Aurelia llevaba su nombre en honor a su abuela, mujer que nunca conoció. Odiaba ese nombre, de mujer vieja, y sentía cierto rencor hacia esa abuela, que le había transmitido la locura a su madre, y posiblemente a ella.
Aurelia a veces se sentía al borde de una explosión inexplicable. Tenía voces en su cabeza que a veces le daban instrucciones en los momentos más inesperados: “apaga el televisor”, “no te duermas”. Su madre llevaba ese gen, el de lo desconocido, el de las ofuscaciones, el de las explosiones inexplicables. Su abuela definitivamente lo había llevado – y todos lo habían visto entonces -, estaba loca, sin duda.
Aurelia le tenía terror a la locura, le causaba más miedo que tener la certeza de que iba a morir, incluso intuyendo que iba a morir antes de lo esperado. La locura le daba mucho más miedo que cualquier otra cosa en el mundo, porque le implicaba esa pérdida de control que tanto aborrecía. Volverse loca era para Aurelia peor que morirse. Era dejar que su cabeza perdiera toda esencia; era perder, en todo sentido.
Aurelia una noche escuchó gritos en su cabeza, indefinidos, que se apagaban de golpe como en las películas. Se petrificó y se quiso convencer de que nada había pasado. Pero supo que ese era solo el comienzo. Y supo entonces que nadie entiende bien qué es la locura, sino aquel que empieza a padecerla y está conciente de ello.